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Buscar respuestas

Llega una edad en la que uno empieza a considerar el camino recorrido. No es broma. Suele ser en torno a los cuarenta. Es entonces cuando te empiezan a quemar los días y un bombardeo continuo de las imágenes de la ya no tan cercana juventud se suceden como las ilusiones fugaces de un caleidoscopio. ¿Y qué es la vida sino eso? Al principio todo va deprisa, demasiado rápido, pero es ese vértigo el que inyecta pasión en el primer tramo de la existencia de una persona. Todo parece eterno gracias a su fugacidad, las tardes de verano, los primeros besos, los jadeos tiernos consentidos, las miradas esquivas que luego abren un mundo en tu corazón y en el pecho ese músculo milagroso lleno de sangre bombeando esperanza, que no deja de ser, como diría Cortázar, más que la propia vida defendiéndose, pero ¿de qué? Del eco de la muerte, de ese ruido incierto y peligroso que nos corroe el alma y que presentimos desde nuestros primeros pasos; un miedo atávico, sordo, que luego se acalla para volver con fuerzas cuando llegas más o menos a la mitad del camino y el sendero es cada vez más agreste y sinuoso. Todos los caminos son paralelos, aunque algunos finalizan en las antípodas de otros, porque también en esto del andar hay premios y fracasos y, aunque los primeros son idénticos y aglutinadores, los segundos son relativos. ¿Quién pierde más? ¿Quién no gano? ¿Quién fue derrotado? No hay una contestación válida o universal a ninguno de estos interrogantes, pero nosotros seguimos buscando respuestas a preguntas cambiantes, los planes se nos caen de la mesa y se manchan de vino, mientras una sonrisa amiga o amorosa vuelve a trazar horizontes ciertos que pueden acabar desvaneciéndose en cualquier momento. Es a mitad de la vida cuando se hace balance y propósito de enmienda, pero cuando el tramo que queda para el adiós es más corto, se disfruta con mayor intensidad. Eso queremos creer. La enfermedad o las desgracias son asumidas con la madurez más perfilada, más afilada para matar la tristeza, si es que puede asesinarse la melancolía. Hay quien lo consigue, hay quien no, aunque todos lo intentamos en mayor o menor medida. Ahora la lluvia sobre la tierra mojada no huele igual, la cerveza es acogedora y la necesidad de respuestas aguijonea la mente a cada esquina, zahiriendo los recovecos de un alma que no comprendemos pero que tratamos de amar, sin entender que amarse uno mismo es el más difícil de todos los romances. Hay quien lo consigue. Los pasos nos van aproximando a ese desfiladero que tanto pánico inyecta en muchos momentos, miramos de reojo al final del camino como si ese fuera realmente el final, como si no supiéramos que vamos a vivir en el recuerdo de los otros, la necesidad de trascendernos que acecha justo detrás de cada uno de nosotros, las imágenes de la juventud revoltosas, etéreas, se escapan de entre nuestros dedos.

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